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Relato. Hogar.

 Hogar

Sentía una brisa cálida que ingresaba por la ventana, la garganta se sentía seca y probablemente no eran más que las cinco de la mañana, aún faltaban unas horas para levantarnos, me giré con los ojos cerrados sin tocar nada al lado de mi cama. Volví a dormirme. 

Pero me desperté de golpe, siendo arrastrado por el brazo y tropezando con todo en mi camino -agarre un pantalón que colgaba de la puerta-, no supe hasta más tarde que fue mi esposa la que me sacó de la casa. No podía ver nada más que negrura y una espesa capa de algo agrio me llenaba los pulmones de Hollín. Fue asqueroso, pero el toser me lastimaba la garganta, me cubrí con la toalla húmeda que deje en la silla, cortesía de la ducha nocturna. Mi esposa me arrastró por la habitación, y el living comedor, hasta la salida de emergencia, donde nos topamos con varios vecinos y logramos salir del edificio. No pude abrir los ojos en ningún momento. 

Lo primero que hice fue flexionar las rodillas y respirar con dificultad, más que respirar escupir el humo que trague e intentar  mirar a los lados, era tan difícil. Ardía muchísimo, mis oídos se sentían ardientes y mis manos dolían. No podía distinguir qué dolía más.  Escuchaba un estruendo y chispas, caía una pequeña nieve negra del cielo totalmente oscurecido por nubes que parecían tragar el departamento de ocho pisos. 

Los vecinos murmuraban y lloraban, los niños estaban aterrados en un silencio inquietante, mientras otros vecinos corrían a auxiliarnos, apenas entendí que pasaba cuando la busqué a ella entre toda la multitud.

Y me crucé con sus ojos verdes, ella me miro preocupada naciendo, corrí a sus brazos y le acaricie el pelo —Gracias

Hubo un día que me senté, pero no como quien se sienta a comer o a ver algo en el teléfono. Más bien, como quien se sienta a esperar, más cómodo, usando el servicio que le provee la silla o el sillón en el que tienes suerte de esperar. Pero no fue así hoy. No espere en una silla de madera cara y lustrada, con un tratamiento que la hace eterna al capricho humano. Tampoco me senté en un sillón, no tuve suerte de esperar en uno de tres cuerpos donde puedes dormir, con almohadones y una sábana decorativa.

No, me senté en el asfalto. el cordón de una vereda. 

No estaba protegido de la intemperie, hubiera agradecido muchísimo eso, porque la lluvia se deslizó por mí espalda, congelándome el alma. Me sentí derrotado por la fuerza de la naturaleza más humilde, ¿Quién diría que la única cosa en el planeta tierra que da vida, hoy sienta que me la quita? No me la quita, es  mentira. Porque mientras siento la lluvia, aquella fina que no se ve pero molesta, estoy enfocando mí atención en nuestra casa.

Si, justo ahí, estoy sentado enfrente donde dijiste que te esperara. "Ya vuelvo, tengo que volver a entrar" dijiste. Y lo hiciste. Porque eso es lo que más amo de todas tus cualidades, es  tu capacidad de hacer y decir cosas. Una fuerza de voluntad y una valentía que siempre pensé que eran inquebrantables, probablemente sea así porque siempre pudiste ordenar prioridades y las cosas más importantes de tu vida. 

¿Cómo podías ir apurado al trabajo y aún así parar a oler el aroma a las flores? "solo florecen en noviembre", decías. Aún me acuerdo, y eso que estamos en Febrero. Lo último que vi fue tu cara y tu espalda. 

Ese rostro lleno de seguridad y tu voz con determinación, pero tus ojos, sinceros que me contaban nada sin decirme todo; me susurraron temor, arrepentimientos e indecisión. Pero tus pies jamás siguieron tu cerebro, donde duerme el temor, siempre estuvieron unidos directamente al corazón.

Por eso caminaste  al altar con esa determinación, porque aunque tenías miedo de lo que podía pasar más adelante, seguiste a paso firme y aceptamos seguir juntos el resto de la vida. Firmamos un papel, además, donde confirmamos una y otra vez nuestro deseo de vivir juntos. 

Secretamente, también deseaba que pudiéramos morir juntos.

Pero elegiste entrar otra vez a la casa en llamas, a buscar nuestro gato. El señor bigotes, es increíble cómo pudiste amar tanto a él y a mí. Veo mis brazos quemados, que no los siento, probablemente porque mi corazón lleno de preocupación se está desgarrando del miedo que baja por mi garganta. 

Pero no sentía dolor, ni frío, ni lástima por no poder sentir con mis dedos la piel de los amores de mí vida. 

Solo sentí el calor de la casa explotando.



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