Relato original.
Pablo se recostó en la incómoda silla de la sala de espera del médico. La humedad que emanaba de la silla le causaba repulsión, pero no se comparaba con el asco con el que la gente lo miraba, de arriba abajo, mientras esperaba su turno en esa sala totalmente blanca.
Tratando de ocultarse de las miradas acusadoras, se refugió bajo la capucha de su campera y se apresuró a entrar en la pequeña habitación del médico en cuanto su numero apareció en la gran pantalla. Los ojos del doctor se abrieron de sorpresa al verlo, y tosió incómodamente para romper el tenso silencio que se habia extendido por lo que parecían horas. Le hizo un gesto a Pablo para que se sentara, aunque no pronunció palabra alguna.El crujido húmedo de la sangre llenó la habitación y salpicó el piso, creando un incómodo silencio que profundizó aún más la distancia entre ambos hombres. Frente a frente, el médico lo indaga de pies a cabeza, pero simplemente Pablo desvió la mirada, con pena y un poco de vergüenza. Todo su cuerpo estaba cubierto por, lo que en verano es, demasiada ropa; Apenas eran visibles sus manos y cara.
Pablo intentó esbozar una mueca de una sonrisa incómoda, —Creo que no necesito explicar...— Pero el ceño fruncido de asco en el rostro del doctor lo envolvió en una tormenta de vergüenza ajena y desesperación. —Ayúdeme—
—¿Qué eres?— preguntó el médico con un escalofrío de repulsión, la mueca firme pero curiosa paso de sus manos a su rostro, y se transformó en un ceño fruncido, se saco los lentes suavemente y mantuvo la mirada fija en el pequeño cuerpo de Pablo, que se intentaba fundir en la silla húmeda—Salga de aquí—
El médico se levantó de golpe, empujándose con sus puños en el escritorio, sus músculos temblaron y salpicaron a Pablo, quien se encogió en la silla -ya asquerosa por los rastros de los anteriores pacientes-. Apretó fuertemente el borde de la misma. El olor se intensifico, pero solo uno de los hombres pudo notar esto.
—No hay ciencia o Dios que permita lo horrible que eres—Dijo el médico con un retorcido asco en su voz quebrada—Usted jamás debería caminar entre gente decente—. Un vaho desagradable impregnó el aire mientras sus arterias comenzaron a palpitar más rápido, y de sus párpados invertidos comenzó a escurrir una repugnante sustancia viscosa que goteaba en el escritorio. Lagrimas o sangre, llenaron la bata ya húmeda del medico.
Pablo se levantó precipitadamente y huyó del pequeño consultorio rural, tropezando en su prisa por alejarse de la siniestra escena en el consultorio. La capucha se deslizó por su piel, dejando a la vista su grotesco rostro. Las personas que lo rodeaban comenzaron a gritar aterrorizadas a medida que avanzaba por el pasillo del hospital. El horror que emanaba de su figura era tan desagradable que nadie había elegido presenciar ese atroz espectáculo del siniestro circo de una persona.
Desesperado, se escondió en un callejón oscuro, con el corazón martillando en la garganta. Pequeñas gotas de un líquido desconocido recorrieron su nuca, empapándome con fluidos que nadie más tenía. Su cuerpo se sentía abrasador, como si estuviera ardiendo desde adentro, y su rostro estaba tan colorado que parecía a punto de explotar. Comenzó a emitir sonidos inhumanos desde lo más profundo de su garganta, un gorgojo ahogado que reverberaba en el callejón, mientras sus lágrimas se deslizaban por su rostro, tocando los charcos de sangre y abrazando sus piernas temblorosas. Era una escena que ningún ser humano debería presenciar.
Pablo se atrevió a mirar su reflejo en un espejo roto, pero la imagen que le devolvió lo desconcertó por completo. No se encontró a sí mismo en esa imagen, sino a una figura distorsionada, disipada, alejada y cargada de una siniestra malevolencia. Pablo se recostó en la incómoda silla de la sala de espera del médico. La humedad que emanaba de la silla le causaba repulsión, pero no se comparaba con el asco con el que la gente lo miraba mientras esperaba su turno en esa sala totalmente blanca.
Tratando de ocultarse de las miradas acusadoras, se refugió bajo la capucha de su sudadera y se apresuró a entrar en la pequeña habitación del médico. Los ojos del doctor se abrieron de sorpresa al verlo, y tosió incómodamente para romper el tenso silencio. Le hizo un gesto a Pablo para que se sentara, aunque no pronunció palabra alguna.
El crujido húmedo de la sangre llenó la habitación y salpicó el piso, creando un incómodo silencio que profundizó aún más la distancia entre ambos hombres. Frente a frente, el médico lo indaga de pies a cabeza, pero simplemente Pablo desvió la mirada, con pena y un poco de vergüenza.
Pablo intentó esbozar una mueca de una sonrisa incómoda, —Creo que no necesito explicar...— Pero el ceño fruncido de asco en el rostro del doctor lo envolvió en una tormenta de vergüenza ajena y desesperación. —Yo solo...—
—¿Qué eres?— preguntó el médico con un escalofrío de repulsión, la mueca firme pero curiosa paso de sus manos a su rostro, y se transformó en un ceño fruncido—Salga de aquí—
El médico se levantó de golpe, empujándose con sus puños en el escritorio, sus músculos temblaron y salpicaron a Pablo, quien se encogió en la silla -ya asquerosa por los rastros de los anteriores pacientes-. Apretó fuertemente el borde de la misma.
—No hay ciencia o Dios que permita lo horrible que eres—Dijo el médico con un retorcido asco en su voz, —Usted jamás debería caminar entre gente decente—. Un vaho desagradable impregnó el aire mientras sus arterias comenzaron a palpitar más rápido, y de sus párpados invertidos comenzó a escurrir una repugnante sustancia viscosa que goteaba en el escritorio.
Pablo se levantó precipitadamente y huyó del pequeño consultorio rural, tropezando en su prisa por alejarse de la siniestra escena en el consultorio. La capucha se deslizó por su piel, dejando a la vista su grotesco rostro. Las personas que lo rodeaban comenzaron a gritar aterrorizadas a medida que avanzaba por el pasillo del hospital. El horror que emanaba de su figura era tan desagradable que nadie había elegido presenciar ese atroz espectáculo del siniestro circo de una persona.
Desesperado bajo la tormenta de mayo, se escondió en un callejón oscuro, con el corazón martillando en la garganta. Pequeñas gotas de un líquido desconocido recorrieron su nuca, empapándome con fluidos que nadie más tenía. Su cuerpo se sentía abrasador, como si estuviera ardiendo desde adentro, y su rostro estaba tan colorado que parecía a punto de explotar. Comenzó a emitir sonidos inhumanos desde lo más profundo de su garganta, un gorgojo ahogado que reverberaba en el callejón, mientras sus lágrimas se deslizaban por su rostro, tocando los charcos de sangre y abrazando sus piernas temblorosas. Era una escena que ningún ser humano debería presenciar.
Pablo se atrevió a mirar su reflejo en un espejo roto, pero la imagen que le devolvió lo desconcertó por completo. No se encontró a sí mismo en esa imagen, sino a una figura distorsionada, disipada, alejada y cargada de una siniestra malevolencia.
Su mente se llenó de inquietantes preguntas. ¿Tendría alguna posibilidad de llevar una vida normal? ¿Existiría un mañana para alguien como él? Observaba a las personas a lo lejos y se preguntaba si serían como él, si también se verían tan extrañas y ajenas en la imagen que devolvía su reflejo. Incluso sus sombras, alargadas por la luz de las farolas, parecían grotescas y deformes. La sensación de aislamiento y desolación se apoderó de él mientras se enfrentaba a la realidad de su existencia.
Pablo tomó el espejo entre sus manos, sintiendo la fría y punzante sensación del vidrio cortante que le provocó un escalofrío. Pero al ver una pequeña gota de sangre roja asomarse en su dedo, razonó:
—Por dentro somos iguales—, murmuró con una leve sonrisa. —Todos sangran, como yo.—
Se levantó y, con el vidrio roto en la mano, emprendió su camino de regreso al callejón que llamaba hogar. Ahora sabía que si se despojó de la molesta piel que lo hacía ser diferente, podría ser como los demás ciudadanos, desollados. El camino hacia la aceptación y la normalidad se extendía ante él, y a pesar de su singularidad, encontró una forma de sentirse parte del mundo que lo rodeaba, un mundo en el que, al final del día, todos eran iguales en lo que realmente importaba.
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