Lagrimas.
¿Qué palabra podría escapar de mis labios cuando ya nadie puede escuchar? El silencio se convierte en un pesar insoportable cuando aguardamos una respuesta desde la inmovilidad de un cuerpo sin vida. Estoy dispuesto a ofrecer las respuestas que mis seres queridos y amigos imploran, aunque sus voces se quiebran en un ruego desgarrador, ahogada por la sorpresa y la incredulidad que les embarga. Las palabras se deslizan por el aire en gritos y confesiones desesperadas que llegan hasta mí, pero no hay eco en retorno.
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¿Quién la llamó aquí? ¿Quién la trajo a este lugar? Tal vez fue el cigarrillo, que siempre me brindó su veneno pegajoso y placentero. ¿O fue el alcohol? ¿O quizás ella viene por su cuenta, sin necesitar invitación ni motivos personales, simplemente manteniendo un equilibrio en un mundo que va más allá de nuestro entendimiento? Y aunque yo no entienda, estoy atrapado en el pino y el terciopelo, sin sentir nada en absoluto. Ni la calidez de la mano de mi hijo ni la caricia suave de mi esposa en mi frente.
Una lágrima de cristal, fría y artificialmente brillante, se desliza por mi ojo inmóvil. Mientras esa lágrima cae sobre la tela del féretro, comprendo que es la última.
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