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Relato. El perro que no ladra.

El perro que no ladra. 

 Abrí el portón y me asomé tímidamente a la calle. Dirigí mi atención al único árbol que embellece mi vereda, un majestuoso paraíso cuyo crecimiento desafiante ha levantado las baldosas circundantes. De vez en cuando, me dedico a regarlo, esperando que florezca y disperse esas singulares semillas que lo caracterizan. Algunos niños, al salir de la escuela que se encuentra en la esquina, las utilizan como inofensiva munición.

Con la llave de la canilla en mano, comencé a mover la manguera de un lado a otro, sumergiéndome en la tarea. Mientras ojeaba distraído mi teléfono, volví mi mirada hacia adelante y ahí estaba, el peculiar Golden observándome con su carita feliz. Este curioso can del vecino desconocido, parecía disfrutar enormemente del juego con el agua, y la manguera se convirtió en su fuente de alegría. Ladro alegremente, así que, divertido, apreté la manguera con el pulgar y direccioné el chorro hacia su casa. Con impaciencia, corrió y atrapó el agua a presión entre sus dientes, revolcándose en el piso.

Me reí, recordando las numerosas ocasiones en las que había disfrutado jugando con ese perro desde sus primeros días de cachorro, que ahora ya contaba con seis meses. La diversión se vio interrumpida de repente por el timbre de la escuela cercana. Dejé la manguera, entré a casa y me preparé para ir a trabajar. Aunque los ladridos del Golden alcanzaban mi dormitorio en la parte trasera de la casa, me indicaban la alegría que traía a los estudiantes.

Los nenes corrían de lado a lado siendo seguidos por el Golden atreves de la reja, disfrutaba tanto la risa y los ladridos de él. Daba esas graciosas vueltas, apoyaba el pecho en el piso y daba piques rápidos de lado a lado. 

Al día siguiente, no vi al Golden salir cuando regué el paraíso. Y, al cuarto día, cuando regresé del trabajo, lo noté, pero su ladrido parecía un eco desgastado. Intrigado, me acerqué a la casa. El perro movió tímidamente la cola. Aplaudí y esperé. Un hombre asomó la cabeza, me saludó con un gesto amistoso, y al presentarme, no pude evitar preguntarle por el extraño sonido del perro.

—Sí, ya no ladra —dijo el hombre con un tono aliviado—. Le cortamos las cuerdas vocales —Desde ese día no hable más con el vecino, pero cuando riego el paraíso
, veo como un perro esta acostado sin moverse durante horas, sin entender porque los nenes ya no juegan con él. 

Sin entender porque se volvió invisible. 

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