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Relato. El capitán.

 Capitán.

El muelle vibraba por el paso de un grupo de hombres fuertes y rastreros, piratas les decían, en el oscuro rincón del puerto, celebraban la más reciente victoria con cánticos graves y recordando la batalla campal, divagando entre botellas. “Vi los ojos de la muerte” dijo uno, “y yo lo asesiné” festejo otro. 

 Botellas de ron pasaban de mano en mano mientras el brillo del oro y las joyas robadas bailaba ante sus ojos codiciosos. La noche parecía suya por completo. En un solo segundo, el cielo se retorció en un torbellino de nubes negras y relámpagos cegadores cubrieron el horizonte. El viento aullaba como un espectro vengativo dispuesto a desgarrar casas desde los cimientos. La diversión se convirtió en pánico cuando la tormenta rugió sobre ellos... 

Algo cambió en el ambiente demasiado rápido para describirlo. Subieron en cuestión de segundos a la vieja e imponente barcaza,  izaron velas, mientras el mar rugía. 

El capitán, un hombre curtido por innumerables tormentas y horrores marinos, tomó el mando con determinación, no hubo temblor en esas manos seguras. Rugió órdenes  desgarrándose la garganta sobre el estruendo del trueno mientras las olas monstruosas se alzaban. Los piratas luchaban por mantener el equilibrio, desesperados por escapar del abrazo de la tormenta.

 Era una tormenta que los seguía. 

En la oscuridad abisal del océano atlántico, el capitán se aferraba al timón con sus manos llenas de callos, su rostro pálido y demacrado reflejando el terror que lo consumía. Lo seguía, aquella delgada figura lo había encontrado otra vez. 

El barco, una amalgama de madera y pesadillas, navegaba hacia lo desconocido. Las velas se mecían en un viento que aullaba con lamentos olvidados. Hoy no importaba el destino, si no, la distancia. 

De repente, una sombra indescriptible y famélica emergió del agua, ojos sin fondo que destellaban con malicia. El capitán sintió un beso gélido  en su corazón mientras una risa siniestra resonaba en su cabeza. Y en todo su cuerpo una descarga eléctrica de adrenalina lo consumió. 

Sus manos, crispadas por el miedo, perdieron el control del timón. El barco se hundía en un océano de gritos agónicos, un torbellino de almas al compás de una música que no entendía, arrastrando al capitán y la tripulación que no había caído por el vaivén del océano,  hacia un abismo sin fin, donde su alma se perdía en un eco de susurros inalcanzables e inentendibles.


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